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miércoles, 21 de enero de 2015

Yo perdoné una agresión.

"Women are the only oppressed group required 
not only to submit to our oppressors, 
but to love and sexually desire them at the same time."
Julie Bindel 

Yo perdoné una agresión.

Más que perdonarla: me disculpé por ella. Pedí perdón a mi agresor por ella. Yo estuve cinco meses sin hablar con mi agresor, incapaz de concebir lo que había pasado, y al quinto volví corriendo a sus brazos.
Y le pedí perdón por abandonarle. Y sentí que me moría si no me perdonaba.

Y mi agresor decidió no perdonarme. Y lo decidió una noche en la que todas las voces de mis asesinos me estaban acabando a mordiscos por dentro. Y él me llamó. Y yo le respondí asustada que no era un buen día para hablar con nadie porque la locura había vuelto otra vez y estaba devorándome de nuevo.

Y mi agresor no quiso esperar a que sanara. Y fue ahí, cuando yo estaba gobernada por una psicosis innombrable, cuando me dijo que no aguantaba más una relación así. Que le aterraba mi enfermedad y no saber cómo evolucionaría y que no quería ser él el que tuviera que hacerse cargo de ella.

Yo, que cuidé durante años a mi agresor de su propia locura.

Y yo no le dije nunca a mi agresor que mis crisis más gordas comenzaron semanas después de sus primeros desgarros. Semanas después de sus primeros ataques.

De sus primeros

- ¿Sabes? En realidad siempre te he buscado porque eras la chica fácil y te veía alcanzable, porque no creía estar a la altura de las otras.

De sus llamadas a plena madrugada diciéndome "Paso a recogerte con el coche, acabo de estar con ella y me ha dejado con el calentón a medias".

De ese primer beso, después de cuatro años huyendo de las pieles de otros hombres, que terminaba con un "Ella besa mejor, pero no ha estado mal".

De ese primer orgasmo, después de tanto miedo de un cuerpo masculino arañándome por dentro que terminaba con un "Joder, ojalá que pudiera estar con ella ahora".

De su primer veneno en el que yo, poliamorosamente sumisa, educada para estar empoderada siempre para alegrarme del placer de los otros sin escuchar ni atender jamás al mío propio, callaba y asentía y concertaba citas cuando era necesario sin explicarle nunca a nadie el miedo. Porque no era de libertarias sentir miedo al vacío.

Y no se lo conté. Ni a él, ni a nadie.

Y lo peor no es eso. Lo peor es cómo ella, mientras tanto, se callaba también ese rugir de tripas cada vez que él se vaciaba dentro de su cuerpo sin pararse a escuchar los dolores de ella. Lo peor fue que ella se disculpara ante él cuando desapareció sin dejar un motivo suficiente.


Lo peor fue el silencio compartido en que ambas nos hicimos culpables de las garras del hombre.

Lo peor fue cómo, sin saberlo, seguí comiéndole la polla cada noche al agresor de la amante a la que más he podido querer en mi puñetera vida.

Lo peor fue cómo, años después y ya sabiéndolo, seguí haciéndolo. Y como, incluso, nuevamente como una esposa poliamorosa perfecta, le sugerí a ella que le explicase el por qué de su huída. Porque yo perdoné, también, una agresión desde mi agresor hacia una de las personas que más quiero en el mundo (y eso ni me lo perdoné ni me lo perdonaré nunca).

Porque uno no nace sabiendo, porque uno necesita aprender. Y porque no podemos esperar que los demás lean nuestro dolor si no lo visibilizamos. ¿No es ese el papel de la feminista perfecta? Ese enseñar cada pasito al hombre. Ese poner el coño a disposición del hombre para que lo rompa todas las veces que haga falta porque, en fin, es un aprendizaje necesario para ese futuro en el que todxs vivamos felices y en armonía.

Porque dejarnos reventar el coño y aconsejar a nuestras amantes que se lo dejen reventar también por el bien de la pedagogía feminista... eso, nos dicen, es la alternativa pacífica. Porque toda la violencia que se ejerza sobre nuestros coños nunca será lo suficientemente violencia para nosotras mismas. Porque el dolor reclamable siempre es del otro.


Y mi agresor me dejó porque le acojonaba mi "enfermedad". Y colgué el teléfono y, ya así construída a la imagen y semejanza del monstruo que el hombre había querido crear en mí, la psicosis siguió. Y con ella la sangre. Y una ambulancia me tiró en el suelo de un hospital lejano. Y hacía mucho frío para tanta guerra dentro.

Y volví a quedarme callada y expectante, con la vida pausada esperando a que me perdonase. Y volviese conmigo. Y sentí más fuerte que nunca que yo ya no era nadie sin su voz y que mi cuerpo no era más que un pantano anegado por la locura y que nunca jamás saldría a la superficie.

Y mi manada intento levantarme muy fuerte, pero nada me conseguía ahuyentar los temblores.

Y volvimos de nuevo a ser la pareja perfecta. La que superaba todos los baches, la que estaba en construcción permanente, en aprendizaje constante. La que todas las feministas aplaudían porque era el ejemplo vivo de que se podía.

/Pero esta vez aunque yo perdonara, mis imprescindibles se negaron a hacerlo. Y eso me salvó de demasiadas formas posibles./

Y, mientras tanto, yo descubrí que ya no era capaz de meterme debajo de sus sábanas sin sentir la parálisis golpeandome el pecho. Y las imágenes de su cuerpo embistiéndome de golpe y sin permiso empezaron a llenarme el cuerpo como cicatrices.

Pero yo -como tantas otras veces- había perdonado. Pero él -como tantas otras veces- se había arrepentido.

No se puede juzgar a alguien por su pasado. Todos hacemos daño alguna vez. Todas tenemos derecho a equivocarnos.

Y sin embargo, yo, otorgándole a él el derecho a haber atacado la confianza que costó tantos años forjar entre mis vértebras, no era capaz de otorgarme a mí el derecho ahora a ese miedo nuevo. El derecho a temblar y a acojonarme cuando su cuerpo me reptaba de nuevo. El derecho a descubrirme, de pronto, sintiendo náuseas. Rechazo. Asco. Cuando se pajeaba encima de mi cuerpo. El derecho a no ser capaz de perdonar. A no ser capaz de perdonar que sintiera otra vez mi cuerpo como una herida abierta que no dejaría de sangrar nunca más. El derecho a no ser capaz de perdonar estar llena de miedo por dentro y no saber sacármelo sin que fuera a golpe de cuchillas.

El derecho a tener clavadas en las costillas todavía mil y una puñaladas. Y no sólo la de los golpes directos.
También la del día que me intento prohibir que no fuera a aquella fiesta para que su familia no me viera porque no era lo suficientemente mujer para ellos.
 La de todas las veces que me obligaba a callar en el tren porque no le escucharan hablando conmigo porque no era lo suficiente correcta, lo suficiente normal, lo suficiente apta.
La de las veces que me reía a carcajadas y él me tapaba la boca e intentaba sacarme de los sitios porque se moría de vergüenza.
La de las diez mil cosas por las que me hizo sentir ridícula y estúpida cuando día tras día, todos los días y durante años, me obligaba a callar, o a no vestir así en aquella fiesta, o a no gritar tan fuerte, o a no buscar en ese montón de basura con libros super viejos, o a no hablar en ese inglés tan horroroso en mitad de una calle de las islas británicas.
La de cada vez que una conversación en privado con él se convertía en un proyecto público que llevaba su firma.
La del día que me folló la boca sin avisar y sin pedir permiso a golpe de cadera.
La de todas las veces que me intentó convencer de que folláramos sin condón de varias maneras distintas.
La del día que conseguí enfrentarme a un agresor y sentí cómo todo se reducía a una pelea entre machos en la que yo había desaparecido de la sala.
La del día que me empoderé, por primera vez, hasta el punto de clavarle mis torpes e inútiles garras en el cuello a ese otro agresor que me estaba jodiendo la vida y este respondió separándome de él, echándole de casa diplomáticamente y diciéndome lo ridícula que había sido.
La de sentir que todo mi cuerpo daba asco cada vez que me mandaba a la ducha antes (y después) de cada polvo durante muchos meses.
Las de sentirme un monstruo terrible y horroroso cada vez que intentaba buscar un equilibrio en los cuidados y el respondía "te estas comportando como ÉL".
La de vivir incontables ingresos sola mientras le acompañaba siempre en sus procesos y que, aún así, y permanentemente, se visibilizara de puertas para afuera que yo era la enferma. Y la loca. Y la dependiente. Y él el pobre buenazo que tenía que cargar a cuestas con esa gran carga.

Y yo sé, o siento, o creo que ya no es momento de visibilizar. Porque el hombre ha cambiado. Y yo soy la única responsable de este sentir ahora un gran pánico al vacío después de tantos años.
De tantos años de un hombre cargando todas sus inseguridades y sus mierdas encima de mis hombros. Culpándome de ellas y achicándome más y más cada vez. Reprimiendo todas mis diferencias por su miedo a ser juzgado por el mundo normal. Reprimiendo cada gesto y cada palabra y cada parte de mí que pudiera no ser lo suficientemente apta, que siempre fueron la gran y enorme mayoría de mí. Desapareciéndome de a poco y lentamente.


Y yo sé que ya no es el momento. Pero la última vez que estuve entre sus brazos, hace menos de un mes, aún seguía sintiendo sierpes devorando mi cuerpo. Y me sentí horriblemente mal, por ejemplo, cuando dije que no me apetecía follar y me preguntó que si es porque le estaba dejando de querer. Y me sentí horriblemente mal cuando entrando al servicio, me gritó desde el salón "dúchate por si luego follamos". Y me sentí horriblemente mal cuando volví a decirle que no iba a follar y me dijo que si podía pajearse a mi lado. Y me sentí fatal cuando saqué fuerzas para decirle que no era el momento y me pidió que entonces me pirase de la cama para poder satisfacerse a gusto.

Y me sentí terriblemente mal porque pensé que en cada pequeña cosita que hacía yo seguía viendo un monstruo porque la culpa era mía. Porque no había sabido perdonar. Porque llevaba demasiado rencor en las venas. Y porque no debería seguir arrojando esas mierdas que tenía dentro contra todo lo que él viniera haciendo.

Pero tuve también la suerte de encontrar otras pieles en las que todo lo que fue normal durante años en mi vida no pasaba jamás. Y, joder, tuvo que ser al rozar otros cuerpos que me planteé que quizás las cosas podían ser distintas. Que quizá, sólo quizás, el monstruo no era yo.


Pero al fin sólo alcanzo a decir que he ido perdiendo el guión de mi vida. Que la culpable soy yo por no saber perdonar. Que he cortado con un hombre sin motivos y que quizás le estoy haciendo mierda.

Porque yo perdoné una agresión. Y al perdonarla ya no puedo nombrarla.

Porque un año es demasiado tiempo para arrepentirse.

Porque, siendo el principal motor por el que siento que no aguanto más cerca de su cuerpo, siento también que quizás si vuelvo ahora a sacar ese tema es sólo porque es más fácil terminar una relación de tantos años dándole cancha libre al odio que asumir que, simplemente, las cosas hay veces que terminan.

Porque un lado de mí se niega a silenciar tanta violencia y otra se siente terriblemente mezquina de hablar todo esto sólo de imaginar la cara de él sabiéndose el protagonista de estas letras.

Y porque, en el fondo de mí y en el de muchas personas que me rodean, siento un silencio que me dice que si la perdoné, sería porque no fue tan grave.

O, quizás, porque en el fondo, hasta acabó gustándome.


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